viernes, 14 de febrero de 2014

A 101 AÑOS DE LA DECENA TRÁGICA

A 101 AÑOS DE LA DECENA TRÁGICA
Preparativos para el Derrocamiento del Presidente Madero
15 a 18 de Febrero de 1913
(Cuarta Parte)


Como a la una de la mañana del sábado 15 de febrero de 1913,  en tono impulsivo, el embajador Henry L. Wilson llamó al ministro español en México, Bernardo Cólogan, para suplicarle que acudiera a su residencia, pues tenía que discutir un asunto muy grave con él y con los representantes de Inglaterra y Alemania. Los tres acudieron a la oficina del estadounidense, lo encontraron sumamente nervioso, mostraba semblante pálido y muy excitado expresó que, Madero era un trastornado incapaz de ejercer su cargo. Dio un golpe en la mesa y se atrevió a afirmar enfáticamente: “Esta situación es intolerable, yo pondré las cosas en orden”. Declaró que, cuatro mil hombres de su país desembarcarían dispuestos a llegar a la capital, si fuese necesario; además, habló de un acuerdo entre Huerta y Félix Díaz, para derrocar al presidente. 

Supuestamente, el enojo de Wilson se debía a estar enterado de un telegrama enviado por Madero al presidente William H. Taft, el día anterior; pues, el mandatario mexicano preocupado por la insistencia de rumores pregonados por Wilson, sobre el desembarco de tropas estadounidenses, le informó a Taft que, los reportes del embajador sobre los acontecimientos en México eran exagerados y en todo caso, una amenaza internacional provocaría una conflagración mayor. Madero admitía la gravedad de la situación y se comprometía a aceptar las responsabilidades correspondientes, en cuanto a daños materiales.         

Wilson expuso a sus compañeros que, la única solución para la tranquilidad en México era la renuncia de Madero. Cólogan fue comisionado para presentarse frente al presidente y expresarle los deseos de su colega norteamericano. Madero escuchó la petición del diplomático y con gallardía manifestó que los extranjeros no tenían derecho a inmiscuirse en la política nacional. Mientras, Wilson continuaba esparciendo sus rumores del probable desembarco de marines norteamericanos en Veracruz.   

A las 2 de la mañana del domingo 16, se firmó una tregua por 24 horas. Así, desde el amanecer, los capitalinos pudieron salir de sus casas sin temer a los balazos. La mayoría fue a comprar víveres y algunos se mudaron de la zona crítica a lugares de la ciudad menos riesgosos. Ambos bandos recogieron a sus muertos e hicieron un montón de cadáveres para ser incinerados. Un testigo ocular dijo haber visto 18 carros con víveres entrar a La Ciudadela, violando el armisticio, Huerta fue citado a declarar, vacilante argumentó haberlo permitido para evitar que los felicistas se dispersaran y el movimiento cundiera por la población. Aumentaban las razones para desconfiar de Huerta; sin embargo, el jefe de plaza no era removido de su cargo. El fuego fue reiniciado a las 2 de la tarde,  en contra del acuerdo firmado. 

El lunes 17, los señores Gustavo A. Madero y Jesús Urueta amagaron con pistola a Huerta y lo llevaron frente al presidente, porque habían descubierto que tenía tratos con Félix Díaz y sus tropas, el acusado negó ser partícipe de la conspiración y prometió capturar a los rebeldes en un plazo de 24 horas. Madero le concedió ese término para que probara su lealtad.

Por su parte, el embajador Wilson telegrafió a su gobierno, para informar que ya tomaban las medidas necesarias para derrocar a Madero. Por otro lado, Huerta visitó al Gral. Aureliano Blanquet en su campamento de la Tlaxpana, al norte de la ciudad, actualmente, parte de la Delegación Miguel Hidalgo, para que lo secundara en sus planes; luego, mandó que sus fuerzas sustituyeran a los rurales, fieles maderistas, encargados del resguardo de Palacio Nacional.  

Al amanecer del 18, Wilson y Huerta despertaron nerviosos para continuar el maniqueo de sus planes nefastos. El segundo convocó a los senadores, sólo a nueve llevó a la Comandancia Militar, para mostrarles una acta firmada por varios generales, entre éstos el Ministro de Guerra, Ángel García Peña, en la que se asentaba que, por razones técnicas no era posible tomar La Ciudadela por asalto; pero, esto sucedería si no cambiaban los procedimientos de ataque, llevados a cabo hasta esos momentos. Realmente, Huerta no los había cambiado a formas más efectivas, por intereses muy personales.

Enseguida, Huerta llamó al Ministro de Guerra para avisarle que, los senadores presentes se fijaron en él, como el conducto indicado, para hacer saber al Presidente el punto de vista del grupo y todos acudieron al mandatario. Con vacilación, el representante externó su parecer, Madero respondió con una negativa absoluta a la petición del séquito porfirista, porque el pueblo lo había elegido, les dijo que, si era preciso moriría en el cumplimiento de su deber. Los amonestados replicaron que, el Ministro de Relaciones Exteriores, Pedro Lascuráin, había comentado el peligro de una intervención extranjera; a esto, el gobernante mostró un telegrama del presidente Taft, donde desmentía los informes de desembarco de tropas estadounidenses divulgados por el embajador de ese país.
  
Esa mañana, Palacio Nacional fue bombardeado desde La Ciudadela con certera puntería, sólo por pocos minutos. Pero, Huerta al enterarse de la respuesta negativa del Ejecutivo, decidió dar el golpe definitivo de su malévolo plan. Primero, invitó a don Gustavo A. Madero y a otras personas a comer en el restaurant Gambrinus. Antes de salir a la cita, el militar falaz se puso de acuerdo con su subalterno y aliado Blanquet, para que apresara al Gral. Felipe Ángeles, a quien había llamado. Cumplida esa trama, le pidió enviar una cuadrilla armada para exigir la dimisión del Presidente de la República y de su gabinete, si a esto los amenazados mostraban resistencia, serían arrestados hasta obtener sus renuncias.

Cerca de las dos de la tarde, el presidente Madero se encontraba en el salón de acuerdos, con algunos colaboradores; cuando de improviso, fueron interrumpidos por un teniente coronel, un mayor y un ayudante civil. El primero trató de persuadir con engaños al mandatario para que, lo acompañara a un lugar seguro, al no lograr convencerlo, intentó modos más violentos y lo forcejeó. Entonces, los presentes hicieron uso de sus pistolas y en la breve refriega, el teniente y el mayor cayeron muertos, el ayudante resultó con heridas en una mano. Del lado de los leales colaboradores, uno fue herido de gravedad, al interponerse entre el presidente y el civil, quien disparó al gobernante. Atrás de los secuestradores fallidos, venían unos soldados, pero al ver caídos a sus jefes, se retiraron en desorden.

Madero libró ese episodio; pero más tarde, Blanquet tomó del brazo al presidente y lo hizo su prisionero, con el apoyo de su tropa. También, los ministros fueron detenidos, sólo los asistentes pudieron escapar. Inmediatamente, Huerta recibió una llamada telefónica en el Gambrinus, para estar enterado del cumplimiento de sus funestas órdenes. Se excusó por la necesidad de retirarse, antes de partir, pidió a don Gustavo le prestara su pistola por haber olvidado la suya. Así, desarmó a su próxima víctima. En la salida del restaurant, mandó apresar a todos los comensales y ser remitidos a Palacio Nacional, provisionalmente. El personaje maquiavélico notificó al embajador Wilson la captura del presidente y sus ministros; además, rogaba extender esta noticia al mandatario estadounidense, al cuerpo diplomático y a los luchadores de La Ciudadela. 

A las siete de la noche, fueron puestos en libertad los detenidos durante el día; excepto, los hermanos Madero, el señor Pino Suárez, el intendente de Palacio Nacional, capitán de navío Adolfo Bassó y el general Felipe Ángeles. Los felicistas solicitaron la entrega de los presos; pero, Huerta envió sólo a don Gustavo y al capitán Bassó.

Más noche, un tribunal maquinado por Manuel Mondragón condenó a muerte a don Gustavo.  Vicente Casarrubias y Alfonso Taracena, en forma dramática, narran el martirio de este personaje: “Noventa o cien se abalanzaron sobre el indefenso prisionero; y a puntapiés, a bofetadas y a palos, lo llevaron al patio………. chorreando sangre, con el rostro descompuesto por los golpes, entre un coro diabólico de burlas y blasfemias, con los cabellos en desorden y las ropas destrozadas……. se aferró con ambas manos al marco de la puerta y ofreció dinero, suplicó a sus feroces victimarios que no lo mataran; recordó a su esposa y a sus hijos….. Los ciudadelos rieron y a cada frase le llamaban cobarde. Uno dio el ejemplo, un desertor del batallón 29 de apellido Melgarejo, con su bayoneta le sacó el único ojo que tenía. Ciego don Gustavo, lanzó un doloroso grito de terror y desesperación. Se encogió, con violencia de resorte, y luego, quedó mudo….”.

De esa forma espantosa, terminó la vida de un coahuilense del movimiento democrático de la Revolución Mexicana. Actualmente, una delegación política del Distrito Federal, en su honor, lleva su nombre.


                                                                                                                    R. W. B.


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