A 101 AÑOS DE LA DECENA TRÁGICA
Preparativos para el Derrocamiento del Presidente Madero
15 a 18 de Febrero de 1913
(Cuarta Parte)
Como a la una
de la mañana del sábado 15 de febrero de 1913,
en tono impulsivo, el embajador Henry L. Wilson llamó al ministro
español en México, Bernardo Cólogan, para suplicarle que acudiera a su
residencia, pues tenía que discutir un asunto muy grave con él y con los
representantes de Inglaterra y Alemania. Los tres acudieron a la oficina del
estadounidense, lo encontraron sumamente nervioso, mostraba semblante pálido y
muy excitado expresó que, Madero era un trastornado incapaz de ejercer su
cargo. Dio un golpe en la mesa y se atrevió a afirmar enfáticamente: “Esta
situación es intolerable, yo pondré las cosas en orden”. Declaró que, cuatro
mil hombres de su país desembarcarían dispuestos a llegar a la capital, si
fuese necesario; además, habló de un acuerdo entre Huerta y Félix Díaz, para
derrocar al presidente.
Supuestamente,
el enojo de Wilson se debía a estar enterado de un telegrama enviado por Madero
al presidente William H. Taft, el día anterior; pues, el mandatario mexicano
preocupado por la insistencia de rumores pregonados por Wilson, sobre el
desembarco de tropas estadounidenses, le informó a Taft que, los reportes del embajador sobre los
acontecimientos en México eran exagerados y en todo caso, una amenaza
internacional provocaría una conflagración mayor. Madero admitía la gravedad de
la situación y se comprometía a aceptar las responsabilidades correspondientes,
en cuanto a daños materiales.
Wilson expuso
a sus compañeros que, la única solución para la tranquilidad en México era la
renuncia de Madero. Cólogan fue comisionado para presentarse frente al
presidente y expresarle los deseos de su colega norteamericano. Madero escuchó
la petición del diplomático y con gallardía manifestó que los extranjeros no
tenían derecho a inmiscuirse en la política nacional. Mientras, Wilson
continuaba esparciendo sus rumores del probable desembarco de marines
norteamericanos en Veracruz.
A las 2 de la
mañana del domingo 16, se firmó una tregua por 24 horas. Así, desde el
amanecer, los capitalinos pudieron salir de sus casas sin temer a los balazos.
La mayoría fue a comprar víveres y algunos se mudaron de la zona crítica a
lugares de la ciudad menos riesgosos. Ambos bandos recogieron a sus muertos e
hicieron un montón de cadáveres para ser incinerados. Un testigo ocular dijo
haber visto 18 carros con víveres entrar a La Ciudadela, violando el
armisticio, Huerta fue citado a declarar, vacilante argumentó haberlo permitido
para evitar que los felicistas se dispersaran y el movimiento cundiera por la
población. Aumentaban las razones para
desconfiar de Huerta; sin embargo, el jefe de plaza no era removido de su
cargo. El fuego fue reiniciado a las 2 de la tarde, en contra del acuerdo firmado.
El lunes 17,
los señores Gustavo A. Madero y Jesús Urueta amagaron con pistola a Huerta y lo
llevaron frente al presidente, porque habían descubierto que tenía tratos con
Félix Díaz y sus tropas, el acusado negó ser partícipe de la conspiración y
prometió capturar a los rebeldes en un plazo de 24 horas. Madero le concedió
ese término para que probara su lealtad.
Por su parte,
el embajador Wilson telegrafió a su gobierno, para informar que ya tomaban las
medidas necesarias para derrocar a Madero. Por otro lado, Huerta visitó al
Gral. Aureliano Blanquet en su campamento de la Tlaxpana, al norte de la
ciudad, actualmente, parte de la Delegación Miguel Hidalgo, para que lo
secundara en sus planes; luego, mandó que sus fuerzas sustituyeran a los
rurales, fieles maderistas, encargados del resguardo de Palacio Nacional.
Al amanecer
del 18, Wilson y Huerta despertaron nerviosos para continuar el maniqueo de sus
planes nefastos. El segundo convocó a los senadores, sólo a nueve llevó a la
Comandancia Militar, para mostrarles una acta firmada por varios generales,
entre éstos el Ministro de Guerra, Ángel García Peña, en la que se asentaba
que, por razones técnicas no era posible tomar La Ciudadela por asalto; pero,
esto sucedería si no cambiaban los procedimientos de ataque, llevados a cabo
hasta esos momentos. Realmente, Huerta no los había cambiado a formas más
efectivas, por intereses muy personales.
Enseguida,
Huerta llamó al Ministro de Guerra para avisarle que, los senadores presentes
se fijaron en él, como el conducto indicado, para hacer saber al Presidente el
punto de vista del grupo y todos acudieron al mandatario. Con vacilación, el
representante externó su parecer, Madero respondió con una negativa absoluta a
la petición del séquito porfirista, porque el pueblo lo había elegido, les dijo
que, si era preciso moriría en el cumplimiento de su deber. Los amonestados
replicaron que, el Ministro de Relaciones Exteriores, Pedro Lascuráin, había
comentado el peligro de una intervención extranjera; a esto, el gobernante
mostró un telegrama del presidente Taft, donde desmentía los informes de
desembarco de tropas estadounidenses divulgados por el embajador de ese país.
Esa mañana,
Palacio Nacional fue bombardeado desde La Ciudadela con certera puntería, sólo
por pocos minutos. Pero, Huerta al enterarse de la respuesta negativa del
Ejecutivo, decidió dar el golpe definitivo de su malévolo plan. Primero, invitó
a don Gustavo A. Madero y a otras personas a comer en el restaurant Gambrinus.
Antes de salir a la cita, el militar falaz se puso de acuerdo con su subalterno
y aliado Blanquet, para que apresara al Gral. Felipe Ángeles, a quien había
llamado. Cumplida esa trama, le pidió enviar una cuadrilla armada para exigir
la dimisión del Presidente de la República y de su gabinete, si a esto los
amenazados mostraban resistencia, serían arrestados hasta obtener sus
renuncias.
Cerca de las
dos de la tarde, el presidente Madero se encontraba en el salón de acuerdos,
con algunos colaboradores; cuando de improviso, fueron interrumpidos por un
teniente coronel, un mayor y un ayudante civil. El primero trató de persuadir
con engaños al mandatario para que, lo acompañara a un lugar seguro, al no
lograr convencerlo, intentó modos más violentos y lo forcejeó. Entonces, los
presentes hicieron uso de sus pistolas y en la breve refriega, el teniente y el
mayor cayeron muertos, el ayudante resultó con heridas en una mano. Del lado de
los leales colaboradores, uno fue herido de gravedad, al interponerse entre el
presidente y el civil, quien disparó al gobernante. Atrás de los secuestradores
fallidos, venían unos soldados, pero al ver caídos a sus jefes, se retiraron en
desorden.
Madero libró
ese episodio; pero más tarde, Blanquet tomó del brazo al presidente y lo hizo
su prisionero, con el apoyo de su tropa. También, los ministros fueron detenidos,
sólo los asistentes pudieron escapar. Inmediatamente, Huerta recibió una
llamada telefónica en el Gambrinus, para estar enterado del cumplimiento de sus
funestas órdenes. Se excusó por la necesidad de retirarse, antes de partir,
pidió a don Gustavo le prestara su pistola por haber olvidado la suya. Así,
desarmó a su próxima víctima. En la salida del restaurant, mandó apresar a
todos los comensales y ser remitidos a Palacio Nacional, provisionalmente. El personaje
maquiavélico notificó al embajador Wilson la captura del presidente y sus
ministros; además, rogaba extender esta noticia al mandatario estadounidense,
al cuerpo diplomático y a los luchadores de La Ciudadela.
A las siete
de la noche, fueron puestos en libertad los detenidos durante el día; excepto,
los hermanos Madero, el señor Pino Suárez, el intendente de Palacio Nacional,
capitán de navío Adolfo Bassó y el general Felipe Ángeles. Los felicistas
solicitaron la entrega de los presos; pero, Huerta envió sólo a don Gustavo y
al capitán Bassó.
Más noche, un
tribunal maquinado por Manuel Mondragón condenó a muerte a don Gustavo. Vicente Casarrubias y Alfonso Taracena, en
forma dramática, narran el martirio de este personaje: “Noventa o cien se
abalanzaron sobre el indefenso prisionero; y a puntapiés, a bofetadas y a
palos, lo llevaron al patio………. chorreando sangre, con el rostro descompuesto
por los golpes, entre un coro diabólico de burlas y blasfemias, con los
cabellos en desorden y las ropas destrozadas……. se aferró con ambas manos al
marco de la puerta y ofreció dinero, suplicó a sus feroces victimarios que no
lo mataran; recordó a su esposa y a sus hijos….. Los ciudadelos rieron y a cada
frase le llamaban cobarde. Uno dio el ejemplo, un desertor del batallón 29 de
apellido Melgarejo, con su bayoneta le sacó el único ojo que tenía. Ciego don
Gustavo, lanzó un doloroso grito de terror y desesperación. Se encogió, con
violencia de resorte, y luego, quedó mudo….”.
De esa forma
espantosa, terminó la vida de un coahuilense del movimiento democrático de la
Revolución Mexicana. Actualmente, una delegación política del Distrito Federal,
en su honor, lleva su nombre.
R. W. B.
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